¿Cómo estás? Preguntas clavando tu pupila inquieta en mi pupila dolorida.
—Bien o ¿quieres que te cuente? es la respuesta corta.
La larga es describir ese “como estás” en una situación compleja.
Los hechos:
-Me caigo y me rompo la cadera con 72 años. La primera es pensar “se acabó, aquí me quedo”.
Pero ni el golpe ha sonado a “crash”, ni el dolor es directamente insoportable, aunque tampoco me puedo poner de pie. Toca arrastrarme en busca de teléfono, que está a un pasillo y una escalera de distancia, llamar a una ambulancia, esperar una hora hasta el traslado a la sala de rayos X, y obtener la confirmación de la sospecha: cabeza de fémur rota.
Hasta ahí lo previsto.
Es una rotura irregular, me dicen, así que no admite tornillos, habrá que instalar un perno nuevo.
Quizá hasta dentro de una semana no hay hueco en la lista de espera, pero hoy puede fallar una operación programada y me puedan operar mañana.
Efectivamente, falla la operación programada y me pueden “colar”, me administran una dosis de anestesia de caballo, como cuando voy al dentista, y en 24 horas tengo solucionado el problema.
La sensación de golpe “afortunado” a pesar de su dureza se va abriendo camino.
Ahora viene la parte metafísica.
Ando metido en andurriales racionalistas y descreo de la causalidad. Todo tiene una causa. El golpe fue duro y causó dolor. Ahora bien, qué causó el accidente, ¿cómo he podido tropezar los pies con el grado de cuidado que ando últimamente?
Sólo acudiendo a una multicausalidad en cadena podría llegar a descubrir cómo sucedió. Es bastante más útil aceptar que a veces, en determinadas circunstancias, la casualidad tiene algún tipo de cabida, aunque solo sea pare evitar gastar la inmensidad de tiempo que gastaría especulando de como esto hizo aquello y aquello lo de más allá.
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O que me dé por pensar en el ángel de la guarda, que es otra opción.
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